GABRIELA ROSAS LANAS
Politóloga, abogada y académica
En las últimas décadas, la evolución tecnológica parecía traer consigo un horizonte esperanzador para revitalizar la democracia. Se pensaba que el internet y las redes sociales ayudarían a ampliar el acceso a la información, mejorarían la participación ciudadana y democratizarían el debate público. Sin embargo, lo que parecía un instrumento de emancipación se ha transformado en una sofisticada maquinaria de segmentación, manipulación y control. Actualmente, el microtargeting, las burbujas de información, las cámaras de eco y la inteligencia artificial representan amenazas a los principios democráticos fundamentales.
El microtargeting, por su parte, es una forma avanzada de publicidad personalizada que ha dado el salto del ámbito comercial al político. Basado en el análisis de grandes volúmenes de datos —huella digital de los usuarios—, este método permite diseñar mensajes políticos a medida, dirigidos a segmentos específicos del electorado. Aunque esta técnica podría hacer que las campañas fueran más efectivas, también las hace más divisivas al transformar a cada ciudadano en un receptor de una verdad distinta. De manera que, el debate político ya no se ancla en el intercambio de ideas, sino que se convierte en una serie de narrativas atomizadas que no pueden ser contrastadas colectivamente.
Ligado a esto, surge el fenómeno de las burbujas informativas. Esto debido a que, las redes sociales y los buscadores, priorizan los algoritmos con contenidos que más coinciden con nuestras preferencias, lo que hace que cada vez menos tengamos que enfrentarnos a ideas distintas. En consecuencia, reducimos nuestra empatía hacia los demás, reforzamos la polarización y dificultamos la construcción de consensos.
Aún más preocupante es el surgimiento de las cámaras de eco que son comunidades digitales que refuerzan nuestras creencias y eliminan las voces discordantes y convierten las redes sociales en espacios de tribalismo ideológico, en lugar de promover el pluralismo y el intercambio de ideas.
El cuarto elemento en esta ecuación es la intervención de la inteligencia artificial. Los sistemas de IA no solo optimizan la microsegmentación, sino que también pueden crear contenido manipulado —como los deepfakes— simular habilidades humanas para la interacción y manipular con precisión emociones. Gracias al procesamiento de lenguaje natural, el análisis facial y de emociones, la IA puede diseñar estrategias de comunicación hipereficientes que activen los sesgos más profundos de los votantes. Esto se traduce en una manipulación automatizada que no sólo enturbia las fronteras entre la publicidad legítima y el trabajo de ingeniería social, sino que produce algo completamente nuevo en la historia humana.
El impacto acumulativo de estas tecnologías no puede ser subestimado. Está en juego no solo la integridad de los procesos electorales, sino la propia democracia, que —al menos en teoría— se sustenta en una información plural, igualdad de condiciones para el debate y transparencia en el acceso a la información. Sin embargo, los mecanismos actuales tienden a socavar estos pilares.
Frente a este escenario, es urgente repensar la arquitectura digital. Es necesario regular la inteligencia artificial, proteger los datos personales, lograr una ciudadanía mediática alfabetizada y diversificar las fuentes informativas.
En resumen, si bien las nuevas tecnologías digitales pueden tener un gran potencial para fortalecer la democracia, sin control ni regulación han derivado en una peligrosa distorsión del espacio público. En lugar de empoderar a la ciudadanía, terminan por convertirla en consumidora del contenido diseñado para polarizar y reforzar prejuicios. Defender la democracia en el siglo XXI no solo implica resistir estas dinámicas, sino construir alternativas que pongan la dignidad, las libertades y la deliberación en el centro mismo del debate digital.
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