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MARCELO ROJAS

Gestor en Comunidades de Profesionales, Emprendimiento, Innovación y Tech

Hace poco, conversando por chat con un colega profesional a quien había conectado con algunos contactos clave, cerró su agradecimiento con una frase que me dejó pensando: “Gracias por fortalecer mi capital social”. Esa expresión, aparentemente simple, me abrió una puerta de reflexión sobre lo que hoy representa el networking, el valor de las conexiones humanas y cómo hemos evolucionado de participar a realmente colaborar en este entorno cada vez más digital.

En la era anterior, la de la participación, bastaba con estar presente: levantar la mano en una reunión, asistir a eventos, compartir una publicación. Hoy eso ya no es suficiente. En la era de la colaboración, se trata de involucrarse activamente, de cocrear, de sumar al otro desde lo que uno sabe y es. No basta con tener voz; hay que ponerla al servicio de algo más grande.

El capital social —ese conjunto de relaciones interpersonales valiosas que vamos construyendo a lo largo del tiempo— se ha convertido en uno de los recursos más poderosos del profesional del siglo XXI. ¿Por qué? Porque ya no crecemos solos. Las oportunidades laborales, los nuevos proyectos, el aprendizaje continuo y hasta la reputación, florecen en función de la calidad de nuestras relaciones, no solo de la cantidad.

Y no se trata de “conocer por interés”, sino de relacionarse con intención. Una intención que parte de la generosidad, la escucha activa y la confianza. De ahí que la colaboración sea el nuevo lenguaje profesional. No es lo mismo tener un contacto que construir una relación. No es lo mismo dar un “like” que abrir un espacio de conversación genuina.

En este contexto, nuestra inteligencia social cobra protagonismo. Saber comunicar, conectar, observar y hasta saber guardar silencio son habilidades esenciales. A veces, en una simple conversación puedes sembrar la semilla de una gran oportunidad. O puedes recibir justo la palabra que necesitabas para tomar impulso. El diálogo auténtico tiene un poder transformador que muchas veces subestimamos.

Ahora bien, para colaborar primero hay que mirar hacia dentro. Compararse con otros suele ser una trampa emocional que nos desgasta y distrae. “¿Por qué esa persona sí y yo no?” es una pregunta inútil. En cambio, preguntarte “¿Qué necesito aprender o fortalecer para estar ahí?” te pone en un camino de acción real. Porque todos tenemos algo que transmitir, algo que conversar y una historia que compartir.

Desde ahí, podemos construir una realidad más coherente con lo que somos y aspiramos. No imitando a otros, sino reconociendo nuestra propia fórmula, única y valiosa. Somos, de algún modo, científicos de la vida, en constante experimentación, prueba y aprendizaje. Y cuando conectamos esa búsqueda individual con una comunidad dispuesta a co-crear, ahí ocurre la verdadera magia de la colaboración.

En definitiva, estamos transitando de un paradigma centrado en la visibilidad individual a uno enfocado en el impacto colectivo. Participar ya no es suficiente; necesitamos colaborar con propósito. Y para ello, cultivar relaciones auténticas, confiar en nuestras fortalezas y apostar por conversaciones profundas será clave.

No se trata de hablar más fuerte, sino de conectar mejor.

Porque en tiempos digitales, el capital social no se mide por seguidores, sino por la capacidad de construir vínculos significativos que generen valor mutuo. En esa construcción, todos ganamos.

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