LOLO ECHEVERRÍA
Comunicador y Analista Político
Después de una campaña electoral marcada por la polarización, la hegemonía de dos grupos políticos y la victoria de uno de los candidatos con el apoyo de poco más de la mitad de los electores, parece fuera de lugar plantear la necesidad de una reconciliación nacional. Sin embargo, el país no resolverá sus problemas fundamentales si continuamos creando barreras entre izquierdas y derechas, jóvenes y viejos, amigos y adversarios, ricos y pobres, informados y desinformados.
La reconciliación nacional consiste en dejar de lado lo que nos divide para construir un proyecto nacional válido para todos. En las actuales circunstancias parece imposible la unidad o un proyecto político común mientras mantengamos y alimentemos la polarización entre correísmo y anticorreísmo y lo que ellos representan para la política, la economía y problemas sociales como la violencia, el desempleo y la crisis institucional. Las discrepancias son más emocionales que racionales y por ello más arraigadas.
Pasa en todas partes porque es la característica de la política modelada por la sociedad del espectáculo, de la posverdad, las redes sociales y las tecnologías de la información. Pasa lo mismo que aquí en Argentina, España y Estados Unidos. Hace algunos años solía seguir con entusiasmo las sesiones de las Cortes Españolas por la calidad de los debates, la profundidad del análisis y la cortesía entre adversarios políticos. Ahora resultan intolerables; las sesiones de control del gobierno sirven para aprender insultos y para constatar hasta dónde puede llegar la construcción de narrativas que corrompen la política. Nunca el presidente del gobierno y los funcionarios responden las preguntas de la oposición; la única respuesta es el insulto y la victimización.
España está en peligro de convertirse en una federación de naciones republicanas, no por haber construido una propuesta de aceptación general sino como consecuencia de necesidades, intereses de políticos egoístas y chantajes de grupos antidemocráticos que sostienen al gobierno. El actual presidente, Pedro Sánchez, perdió las elecciones, pero armó una coalición de partidos diminutos liderados por separatistas que detestan la unidad española, la monarquía, la Constitución y el régimen instaurado en el 78 como producto de la reconciliación, después de la guerra civil.
Los populismos de izquierda y de derecha, en todas partes, son una regresión política que se nutre de nacionalismos aldeanos, liderazgos mesiánicos y resentimientos sociales. Las estrategias de segmentación que han desarrollado los expertos modernos al servicio de caudillismos anticuados dividen más porque no persiguen un proyecto común ni tienen un mensaje para todos. A cada segmento le dan los contenidos y los estilos que le sean aceptables.
Volvamos a nuestra realidad para constatar la desaparición del debate, del diálogo, de la racionalidad, de proyectos nacionales en beneficio de la demagogia, la emocionalidad y la polarización. La crisis de los partidos políticos ha conducido a propuestas de liderazgo que se sirven de cualquier estrategia para conquistar el poder. No importa la ideología, los partidos se alquilan o contratan candidatos. Si el objetivo único es llegar al poder, resulta imposible plantear coincidencias o buscar objetivos comunes. La estrategia del ganador es borrar al perdedor y la estrategia del perdedor es asegurar el fracaso del ganador.
En las reuniones en las que he planteado la necesidad de reconciliación, he advertido que todos aceptan su conveniencia, pero la consideran imposible. Una reconciliación con el correísmo, dicen, sería transigir con la impunidad; aceptar la reducción de todos los objetivos a la solución de los problemas judiciales de políticos corruptos. El correísmo por su parte, se ha adornado de las propuestas llamadas progresistas y rechaza la posibilidad de dialogar con el neoliberalismo, el extractivismo, el fascismo.
Ante estas justificaciones de planteamientos antagónicos, planteo la consideración, al menos como punto de partida teórico, tomar en serio la crítica y examinar su alcance. Si sabemos lo que quiere el correísmo y aceptamos incluso la idea de la amnistía, el indulto o la revisión de los juicios; entonces la pregunta es: ¿Qué quieren los adversarios? ¿Cuál es el precio que podrían imponer? Si el precio es hacer una política que se considere civilizada, aceptar algunos planteamientos de la oposición, Aceptar el reto de establecer objetivos comunes, en tales condiciones ¿será posible iniciar un diálogo?